Garland, Curtis
Brian Jefford entró aterido en la Gare de L’Est. Fuera del ámbito
ferroviario, apestando a carbonilla y con la atmósfera enturbiada por el
vapor de las grandes y negras locomotoras que, como monstruos jadeantes
de hierro se alineaban en diversas vías, París era un paisaje blanco y
gélido bajo la nevada intensísima de aquellos crudos días invernales de
1910.
El automóvil de sus buenos amigos parisinos, los Duprez, se
alejaba ya en la nevada rúa, tras despedirle a la entrada de la
estación.«Uf, esto es para congelarse —comentó entre dientes Brian
Jefford, soltando una densa vaharada de vapor por sus labios, mientras
se frotaba las manos, cubiertas por los guantes de cabritilla, tras
dejar en tierra sus dos maletas, junto al puesto de periódicos donde aún
se hablaba en grandes titulares de la formación de la reciente Unión
Sudafricana, donde sólo unos pocos años antes sus compatriotas luchaban
denodadamente contra los bóers, hasta que éstos depusieron sus armas y
acataron a Eduardo VII como su legítimo soberano, según las condiciones
de paz del tratado de 1902. Ahora, ya ni el propio rey Eduardo existía
ya.
Tras recorrer con crítica mirada el repleto andén, añadió para sí
con gesto contrariado—: Y luego dicen que es en Inglaterra donde los
inviernos son insoportables…».Cargó de nuevo con su equipaje, con aire
resignado y se abrió paso entre un pintoresco y heterogéneo gentío
formado por ruidosos mozos de equipajes, un comitiva de hindúes de
majestuosos turbantes y brillantes casacas, unos periodistas que
rodeaban a algún conocido personaje de la actualidad parisina,
vendedores de provisiones para los viajes largos, puestos de bebidas, de
almohadillas y de un sinfín de cosas más.Alcanzó trabajosamente el
sexto andén, donde un rótulo anunciaba con caracteres destacados:ORIENT
EXPRESS. Salida, a las 9.30
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